Conste por
delante de cualquier otra vigorosa afirmación que a mí las mujeres me gustan, cualquier
tipo de mujer, incluso las mujeres de los concejales de urbanismo. Soy como el que sale a cazar perdices con una ametralladora y
dispara a todo lo que se mueve. Si las mujeres no me gustasen, seguramente me
gustarían los hombres. Soy una persona dotada de múltiples adiciones entre las
que destaca el sexo. Como dice el chiste malo: "En la guerra, todo agujero
es trinchera". Para mí siempre es época de guerra, con la diferencia que he
escogido luchar contra un ejército de amazonas que contra el coro gay de un
crucero de lujo. Me gustan las mujeres, no puedo negarlo, pero esta es solo una opción, ojalá me gustasen los helados de dos sabores. Por eso, cuando
conozco a una mujer y esta me parece un ser repugnante, es entonces cuando me debato
entre tomar una decisión con el estómago o con los genitales. Como ustedes
observarán, soy tan romántico que nunca tomo una decisión con el corazón, el
cual siempre se me ha antojado el órgano más inútil del cuerpo humano después
de las uñas de los pies.
Conocí a Ester
frente a "La Carbonería" (véase foto), una casa okupa que había en el barrio. Ester era una mujer pequeña,
peinada con unas rastas llenas de mugre, decenas de pendientes agujereando todo
su rostro, iba vestida con mallas tal que hubiese acabado de despertar de una noche durmiento en el maletero de un coche
y junto a ella siempre paseaba un perro flaco que había conocido épocas mejores. La
conocí porque me pidió dinero, claro. Lo que no se es porque seguimos hablando
porque yo no llevaba un euro encima. Estoy acostumbrado a que las mujeres que
me piden dinero dejen de hablar conmigo si no les doy unos cuantos cientos de
euros aunque eso es porque las mujeres que comienzan a hablar conmigo duermen
en bares con luces de neón a pie e carreteras secundarias.
Mientras paseábamos seguidos por el perro pulgoso, Ester me contó que era hija de unos millonarios mallorquines pero que había decidido dejar toda aquella opulencia para irse a vivir con gente auténtica: los okupas. Es curioso como los que no tenemos dinero queremos tenerlo y algunos que lo tienen se empeñan en obviarlo. O eso o me mentía vilmente. Como todo el mundo que quiere fornicar o no ser fornicado.
Mientras paseábamos seguidos por el perro pulgoso, Ester me contó que era hija de unos millonarios mallorquines pero que había decidido dejar toda aquella opulencia para irse a vivir con gente auténtica: los okupas. Es curioso como los que no tenemos dinero queremos tenerlo y algunos que lo tienen se empeñan en obviarlo. O eso o me mentía vilmente. Como todo el mundo que quiere fornicar o no ser fornicado.
Ester no
tendría mas de veinte años y unas cejas tan pobladas como la permanente de un
figurante de "El Planeta de los Simios" pero eso no me tiró para atrás
sino todo lo contrario pues al cabo de un rato, ese desencuentro higienico no me impidió abalanzarme sobre ella con
aviesas y lascivas intenciones.
Nos habíamos conocido tres minutos antes. No necesitaba más.
Nos habíamos conocido tres minutos antes. No necesitaba más.
-¿Que se supone que
estás haciendo? -preguntó ella dando unos pasos hacia detrás.
-Pensaba que habíamos
conectado -me excusé yo encogiéndome de hombros.
-Que hayamos
conectado no significa que me la quieras meter a los dos minutos.
-Te equivocas conmigo. Han pasado tres
minutos.
-¿En serio crees que
alguien como yo se liaría con alguien como tú?
Antes de
contestar la observé con detenimiento, vestida como una pordiosera,
esquelética, con el pelo sucio y un incipiente bigote encima de los labios.
Tenía las uñas rotas y los pies sucios. También miré a su perro y me parecieron
ver unas cuantas pulgas haciendo ejercicios malabares entre su pelaje y el de
su dueña.
-Por supuesto que no,
seguro que estás esperando a un príncipe azul que viene a buscarte en su yate.
-¿Me estás tomando el
pelo?
-A ver... mírate y
después mírame. ¿Crees que realmente podemos esperar algo mejor?
-Mi manera de vestir
refleja como he decidido vivir.
-¿Cuanto hace que no
te duchas? -pregunté
-¿Cuanto hace que no
te duchas tu? -respondió ella con otra pregunta.
-Por mucho que haga
que no me ducho seguro que me ducho más que tu.
-¿Entonces me estás
diciendo que quieres acostarte con una guarra?
-Esa es la máxima
ambición de mi vida, en efecto. Y si no me cobrase sería ya el Nirvana.
La muchacha se quedó pensativa y luego
habló.
-Si me das doscientos
euros nos acostamos.
-Si tuviese
doscientos euros no me acostaría con una puta piojosa.
Supongo que
llamar "puta piojosa" a una mujer no es la mejor manera de seducirla,
pero acababa de llegar a la conclusión que ya que no íbamos a acostarnos, así que decidir escoger el camino del insulto fácil que tan buen sabor de boca deja a la gentuza como yo. Todo es cuestión de encontrar el placer de la
manera mas simple posible. Aquella mujer sentía placer rechazándome y yo sentía
placer menospreciándola. El placer no siempre consiste en apretar los dientes
mientras empujas o eres empujado. También hay placer en el odio o el miedo.
Si nos dejamos
llevar por las apariencias, tanto yo como ella seriamos seres atípicos en un
mundo perfecto de slips sin costuras y cigarrillos electrónicos. Pero
permítanme hacerles una pregunta: ¿acaso ustedes son mejores?
Ese día no
forniqué con la muchacha okupa pero aprendí una importante lección: no pases
mucho tiempo junto a dos animales con pulgas, aunque quieras follarte a uno de
ellos.
Esa noche
gasté toda el sueño rascándome por todas las partes más ignominiosas de mi
cuerpo.
Es lo que
tienen las pulgas, son tan molestas como una suegra.