Después del desafortunado incidente con la rosa (mas bien con sus pinchos...) he de confesar
que me obligué a exiliarme unos días del jardín del pecado, residencia habitual de lectura de la muchacha de la
mirada melancólica. Alejado de mis sentimientos y del posible pecado. Alejado
por la vergüenza también. Refugiado en mi infecta madriguera y recuperándome de unas
cuantas espinas de rosa clavadas en la parte más vergonzosa de mi anatomía y también clavadas en lo más profundo de mi orgullo. Lo cual podría definir perfectamente lo que
siempre ha sido mi relación con las mujeres.
Una semana más tarde y aun malherido en todas mis orondas dimensiones, volví
al parque. Allí estaba ella, magnífica como siempre, leyendo el mismo libro de
siempre, con la luz reflejándose en su pelo como maravillosamente siempre.
Vale, de acuerdo, he de reconocer que me encontraba en un túnel sin salida. Pero una mujer como esa no se
encuentra cualquier día ni en cualquier lugar. Debía tragarme todo eso para volver a
intentarlo. La historia no la escriben los cobardes (sino los historiadores).
Esta vez no me senté a su lado sino que me quedé de pie, a una distancia
prudencial, sin decir nada, sin mover un solo músculo de mi cuerpo.
Después de dos horas la muchacha cerró de golpe su
libro y me clavó dolorosamente un magnífico ejemplo de mirada de desprecio. No
la culpo. A esas alturas después de dos horas al sol estaba yo sudando como el cerdo que siempre he sido y sentía las piernas como si alguien estuviese jugando conmigo y un aturdidor eléctrico. Menos mal, no hubiese aguantado ni cinco minutos más.
-¿Qué quieres ahora? –preguntó ella.
-¿Podemos hablar?
-No.
-Pues ya estamos hablado. ¿Ve usted? A veces hacemos cosas sin darnos
cuenta.
-Vete, quiero acabar el libro.
-¿Cuántas veces ha leído usted “El lobo estepario”?
-Media docena de veces.
-¿Entonces qué prisa hay por querer acabarlo?
-No quiero saber nada de tí, en serio. Esto es enfermizo. Tu eres enfermizo.
-Es por mi físico ¿no?
-No soy tan superficial. Aunque es verdad que tú no eres mi tipo y
eso no es un buen comienzo.
-Nadie es como parece en realidad. Míreme, dentro de este cuerpo grueso y
desafortunado rostro hay un tipo sencillo y romántico que solo quiere ser
feliz.
-De la misma manera yo puedo ser diferente de la imagen de quien te has
enamorado.
Intenté que mi cerebro se detuviese por unos instantes. Estaba maquinando
tantas cosas que temía que ella escuchase los oxidados engranajes de su
cerebro. Fue fácil conseguirlo, la
mayoría del tiempo soy incapaz de pensar. A pesar de eso la muchacha adivinó
que yo continuaba maquinando. Hay personas que son capaces de interpretar
el lenguaje gestual de los demás como si de literatura se tratase. Había
conseguido dejar de pensar pero no había recordado que continuaba babeando
frente a ella. Demasiado evidente.
-Tiene usted razón –dije rápidamente-. Para eso está el noviazgo, para
conocerse.
-No vamos a ser novios. Olvida eso.
-¿Amigos?
-No creo.
-¿Podemos saludarnos por la calle cuando nos crucemos? Me haría mucha
ilusión que una muchacha como usted me saludase por la calle. Eso subiría mi
autoestima. Y me haría un poco más popular en el barrio.
-¿Quieres conocerme porque eso te subiría la autoestima y te haría
parecer mejor de cara a los demás?
-No quería decir eso.
-Pues es exactamente lo que has dicho. No deberías buscar una mujer guapa
para parecer mejor.
-Supongo que tiene usted razón.
-Espero que algún día ames a alguien por lo que es esa persona y no por lo
que quieres ser tu.
-¿Qué edad tiene usted?
-Dieciocho años.
-Entonces yo espero algún día tener la sabiduría de una muchacha de
dieciocho años y mirada melancólica.
-Mi mirada no es melancólica. Es como tú quieres verme.
Supongo que tenía razón. En realidad no importa demasiado si tenía o no razón. Lo único que me importaba en esos momentos es que acababa de
perderla. Supuse que al volver a mi casa revisaría mentalmente la conversación
y encontraría una solución o un motivo pero no podía apartar de mi cabeza que
el único culpable de lo que había sucedido era solamente yo. Puede que aquella
muchacha tuviese razón. Puede que el problema siempre hubiese estado en mi campo de juego y no en el de los cientos de mujeres que a diario me rechazan. ¿Qué es lo que busco yo en una
mujer? Sexo, por supuesto. Soy hombre y no puedo luchar contra mi herencia
genética. Pero si consigo la improbable hazaña de olvidarme del sexo por unos
instantes… ¿entonces qué busco en una mujer? Para dar con la respuesta tuve que darme
dos duchas de agua fría y cubrir mis accidentadas partes con una bolsa de
hielo. Así que una vez que hube descartado el valor “sexo” de la ecuación
“mujer” me di cuenta de que la solución estaba ahí. No hacía falta ser matemático. Y la solución era la misma que me
había dado la muchacha de la mirada melancólica. Lo único que busco en las
mujeres es que los demás crean que soy capaz de tener una mujer en mi vida. Y
cuanto más hermosa es la mujer, mejor. No me importa que sea una asesina en
serie o tenga su casa decorada con doscientos gatos chinos de esos que mueven
el brazo arriba y abajo. Lo único que quiero es que la mujer esté buena para ser la envidia
del barrio. Y la muchacha de la mirada melancólica puede que no fuese la mujer
ideal para un tipo como yo pero era hermosa y joven a rabiar y eso era lo único
que a mi parecía importarme.
Puede que todos ustedes ya hayan superado esa etapa de superficialidad. Yo
tengo 44 años y aun creo que las mujeres del poster central del Playboy sería
perfectas para mi, obviando mi desafortunada imagen reflejada en el espejo. A lo más que
puedo acceder alguien como yo... es a alguien como yo. Porque desengáñense ustedes, las modelos
del Playboy, además de estar buenísimas y ser mentira, también son superficiales. Como el 99%
de la población.
Nunca más he vuelto a ese parque ni tampoco he visto a la muchacha de la
mirada melancólica. Bueno, no exactamente. Esa misma
noche, fui hasta el parque y dejé un sobre pegado en el banco donde ella se
sentaba. Un sobre que por fuera tenía escrito el nombre “De Lobo Estepario a
Muchacha de mirada melancólica” y dentro había escrito mi número de teléfono.
Además de gilipollas y superficial también soy un tipo que, aunque no cree
en Dios, cree en los milagros.