En el mismo instante en que se puso de moda ese reality en televisión que
se llama “Maestros de la costura” me di cuenta de que aquello era una nueva
oportunidad en mi incansable búsqueda del amor carnal. Para quien no lo conozca
el reality consiste en saber quién es el menos malo cosiendo en una dinámica parecida
a ese otro reality que consiste en averiguar quién es el menos malo cocinado.
¿Por qué escogí la costura y no la cocina? En primer lugar, en los talleres de
costura solo hay mujeres que saben hacer maravillas con sus manos y hombres de
dudosa heterosexualidad. El escenario perfecto para un depredador como yo que
últimamente solo sobrevive sorbiendo agua de charca y comiendo animales
muertos.
Decidí que me apuntaría a un taller de costura en el convencimiento de que
todas las mujeres comenzarían a enhebrar con fuerza sus agujas al contemplar al
único macho heterosexual de su particular mundo. ¿Qué podía fallar? Como
siempre: todo.
Comencemos por el grupo, formado por Antonia (56 años y con tanta laca en
el pelo que ella sola podía acabar con la capa de ozono), Adriana (58 años,
obsesionada por el yoga y los gatos), Susana (55 años, con una pierna de madera
y los labios pintados de un rojo tan intenso que parecía anunciar que tarificaba
el amor), Paquita (85 años y con un Parkinson que le permitía el milagro de
enhebrar una aguja en apenas 45 minutos), Roser (62 años, vestida como una
hippy y con un peinado de rastas que tenía más mierda que un vertedero ilegal)
y la profesora que se llamaba Alicia y era la única joven del grupo, o al menos
era la más joven a sus 49 años, (demérito del resto, claro).
Por supuesto, dirigí toda mi atención hacia la profesora, aunque pronto
averigüé que no es buena idea hacer proposiciones deshonestas desde el minuto
uno a alguien que lleva un alfiletero colgado del brazo. Las agujas duelen,
aunque duele más aun el rechazo.
Menuda decepción ¡aquellas personas estaban allí para aprender a coser!
¿Quién diablos se apunta a un curso donde hay otras personas si no es para
encontrar el amor horizontal? Pues resultó que todas aquellas mujeres estaban
allí para coser y se suponía que yo debía hacer lo mismo. Quizás con un poco de
paciencia conseguiría mi objetivo que no era bordar sino abordar.
Cogimos todas nuestras agujas y comenzamos a aprender el noble arte de la
costura, no obstante, no hay nada más peligroso que una aguja en manos de un
completo gilipollas. A la primera de cambio, la aguja penetró dolorosamente en
mi pulgar lo que me hizo saltar de la silla y, debido a mi elefantiásico
volumen, derribe todo cuanto encontraba en mi camino con el resultado que clavé
una aguja de coser en el muslo de Antonia, la otra aguja del brazo de Adriana,
cientos de agujas salieron volando de un costurero clavándose en la desastrosa
anatomía de Susana, la cesta golpeó en la cabeza a Roser y, del susto, la
profesora Alicia se agujereó un dedo con la aguja de la máquina de coser.
¿Y Paquita? bueno, la semana pasada fuimos al entierro de la más anciana
del grupo, al parecer unas afiladas tijeras pueden volar por toda una
habitación y acabar clavándose en la más anciana del grupo. Darwin tenía razón,
la selección natural hace su trabajo sin dudarlo. ¿Por qué fui al entierro? En
cierta manera yo fui el culpable de que todas asistiesen llenas de tiritas,
vendaje, yesos e incluso un parche. Todas me miraban mal mientras el cura loaba
las virtudes de Paquita, Dios la tenga en su gloria. Pero acudí al entierro de
todas formas, nunca se sabe dónde puede uno encontrar el amor, a pesar de las
dificultades.
Por desgracia, encontré el amor en la persona del cura, aunque tampoco está uno en condiciones de escoger.