Hace tiempo (demasiado ya) conocí a una mujer de nombre francés aunque ella no fuese francesa. También
era (y supongo que sigue siendo) una de las mujeres más hermosas que he
conocido nunca aunque no fuese modelo ni tampoco actriz. Intenté seducirla, como
lo he intentado sin descanso (de lunes a domingo) con todas las mujeres que se han cruzado en mi vida, la diferencia es que esta (después
lo supe) me interesaba realmente. Era alta y delgada sostenida sobre dos
hermosas piernas, su cuerpo era el que toda mujer más joven deseaba y toda mujer mayor añoraba. Pero no me enamoré de ella por eso. Tampoco por sus gruesos labios ni
su hermosa nariz ni aun menos por su corte de pelo que dejaba caer
un largo mechón de pelo castaño ocultando uno de sus hermosos ojos. Era la
mujer aparentemente perfecta y después de haber hablado con ella supe que lo
que había dentro de ella era aun mejor que lo que podía adivinar fuera. No
hablo de su hígado ni tampoco de sus pulmones, me gustan las series de forenses
pero no hasta ese punto. Porque resulta que la mujer de nombre francés que no
era francesa sí que era inteligente. Siempre he sostenido la teoría de que
cualquier mujer, por muy tonta que sea, siempre será más lista que el
gilipollas que suscribe este texto. No obstante la mujer de nombre francés aunque
no era francesa era realmente inteligente. Y ya saben ustedes que a los hombres
lo que más nos asusta de una mujer es que tenga un gran cerebro o unos pechos
pequeños. Por suerte ella solo cumplía uno de mis miedos pues sus pechos eran
deliciosamente medianos.
Intente seducirla, a fe mía que lo intenté, varias veces, pero todas y cada
una de esas veces ella me rechazó como si yo fuese una multa de aparcamiento.
De acuerdo, no soy delgado, no soy guapo, no tengo un pene de 35 centímetros ni
tampoco una cuenta corriente en Suiza (segunda residencia de la mayoría de
nuestros políticos). Puede que a algunas mujeres yo les parezca divertido o
inteligente pero eso solo es consecuencia del alcohol (que ellas ingieren) y también de una
sorprendente capacidad mía para recordar citas de filósofos griegos (que intercalo
cada dos frases). Mis trucos suelen funcionar bastante bien a pesar de que mi
porcentaje de éxito no llega al 1% (aunque solo es debido a que aun no llegué a las 100
mujeres).
Soy un prodigio de la perfección hecha (abundante) carne... ¿Entonces porque ninguna mujer me
dirige la palabra más allá de la tercera cerveza? No digo ya la mujer de nombre
francés que no era francesa sino cualquier otra mujer más terrenal e incluso menos apetecible.
Creo que mi problema siempre ha sido el sujeto. Y no hablo ahora de ese
tipo raro que duerme en el rellano de mi escalera y huele fuerte sino que me
refiero al sujeto quien actúa. Siempre espero que ellas actúen, me limito a
desplegar apenas trescientos o cuatrocientos trucos de prestidigitador
sentimental y aguardo a que caigan rendidas a mis pies con sabañones. Quizás
debería ser un poco mas insistente, ya saben, como esos tipos a los que un juez
les regala un papel en cuyo encabezamiento pone “orden de alejamiento”. Al menos a ellos les rechazan de manera oficial con papel del estado.
Creía conocer los 500.000 pasos para hacer feliz a una mujer gracias a un
viejo libro que compré a un vecino africano. Quizás el problema es que para hacer
feliz a la mujer de nombre francés que no era francesa necesitaba un truco más.
O fue eso o bien es que el libro estaba escrito en un desconocido dialecto de una tribu desaparecida en el siglo XIX y yo no me había enterado de nada.
Que también puede ser.