Era un viernes a media tarde
cuando me rellené de carajillos de anís y adquirí la necesaria determinación
para ir al colegio. No es que hubiese decidido retomar mi etapa estudiantil ni
tampoco les estoy contando una parte de mi penosa vida como infante. Simplemente
me dirigía a un colegio en busca de la que iba a ser la futura esposa
Gilipollas. Ya saben, la eterna búsqueda del Santo Grial.
El problema es que vivo en una
maldita y grandiosa ciudad donde es imposible encontrar nada, o nada de lo que
buscas. Y yo buscaba a mi futura esposa. La ciudad estaba llena de esposas pero
ninguna era ella. Después de caminar por el barrio durante cinco interminables
minutos decidí preguntar. Sabido es que un hombre perdido no es dado a preguntar
pero dado que mi hombría ha sido puesta en entredicho últimamente, decidí
comportarme como uno de esos hombres que untan de aceite la espalda de otros hombres
y pregunté a un anciano que paseaba con un perro.
-Disculpe, ¿sabe dónde está el colegio de la
Putisima Trinidad de la Virgen Colocada?
-Supongo que se refiere a la Santísima
Trinidad de la Virgen Colorada –contestó él.
-La que viste y camina descalza, en efecto.
-Subiendo la calle, se encontrará con un
parque, ahí podrá ver la entrada del colegio.
-Que amable es usted caballero, a pesar de lo
feo que es, solo hago constar una realidad
-Váyase usted a la mierda.
-Yo también le deseo el mejor de los días.
Y diciendo esto me encaminé calle
arriba hasta dar con el susodicho parque, antesala del susodicho colegio de
extraño nombre. El parque estaba atiborrado de chiquillos desparramados todos
por el suelo jugando a revolverse en la arena tal que hubiesen caído al unísono
de los árboles en una competición que escapaba a mi sorprendente intelecto.
Pero no era un niño lo que a mí me interesaba, tampoco una niña, no sean
malpensados. La ilegalidad y la inmoralidad son las peores compañeras.
Llegué hasta la puerta del
colegio esquivando unos niños y devolviendo a los más rebeldes de una certera
patada a lo alto del árbol y me dirigí a la conserjería del colegio. Una gran
cruz de madera me contemplaba desde el final del pasillo como diciéndome
“Cuidado Fernando, lo que vas a hacer no es cristiano”. Pero resulta que en lo
único cristiano en lo que creo es en el delantero del Real Madrid.
-Buenas tardes nos de ese Dios
que ustedes adoran –dije plantándome delante de la persona que ocupaba la
pequeña cabina de madera que era la consejería.
Se trataba de un hombre de
mediana edad, vestido con una bata azul, mal peinado y con cara de no haber
dormido en meses. O de acabar de despertar de una siesta.
-¿Qué? –preguntó el hombre.
-Mire buen hombre, no tengo
tiempo que perder, seguramente usted está esperando que le llegue la jubilación
para morirse rodeado de hijos, esposa y un amante homosexual pero yo no he
tenido esa suerte y como aun estoy en la flor de la vida y busco a mi flor.
-¿Qué? –repitió el hombre.
Saqué una foto de mi futura
esposa y se la planté delante de la cara. El hombre la miró y después lanzó un
eructo.
-Es una de las monitoras, creo
que están en el patio –dijo señalando una puerta metálica al fondo.
La foto la había encontrado en un
anuncio de un colegio que habían dejado en mi buzón. El colegio de la Santísima
Trinidad de la Virgen Colorada. En ese tríptico estaba la foto de la que iba a
ser mi futura esposa. Una preciosa morena de nariz respingona, ojos grandes y
labios sensuales. Los de la cara, me refiero. En la estampa, mi futura esposa dibujaba
algo en un trozo de papel, sonreía y había un montón de caramelos a un lado.
La perfección, un término
abstracto, se había vuelto algo real para mí.
En el patio había unos cuantos
niños jugando a fútbol, o simplemente dándole patadas a un balón, y en un
extremo del patio había un grupo de monitoras donde pude reconocer a mi futura
esposa. Me dirigí hacia ellas.
-Buenas tardes tengan vuestras
mercedes. ¿Cuál es su nombre? –le pregunté directamente a ella.
-Elena.
-Elena es al nombre de mi futura esposa, la
futura madre de mis hijos.
Y diciendo esto me arrodillé para
entregarle una bolsa de caramelos a modo de ofrenda con la mala suerte que –debida
a mi escasa capacidad de seguir una dieta- algunos botones de mis pantalones reventaron
y me quedé desnudo de cintura para abajo sosteniendo una bolsa de caramelos en
el patio de un colegio lleno de niños. En mi descargo he de decir que me había
puesto unos pantalones un poco apretados para estilizar mis 187 kilos de peso y
que había olvidado a posta la ropa interior para ahorrar tiempo caso de que me
futura mujer tuviese la intención de engendrar cuanto antes.
La orden de alejamiento dictada
por el señor juez dice que no podré acercarme a ella ni al colegio a menos de cincuenta
kilómetros los próximos cinco años.
Cinco años nos permitirá cimentar
sólidamente nuestro amor, aunque tenga que comunicarme con ella enviándole
anónimos. Pero es amor, que nadie se equivoque.