No suelo ir a las bodas. El
principal motivo es porque nunca me invitan y el segundo es porque nunca me apetece ir. En las últimas bodas siempre me han sentando en la mesa de los niños. Para
quien no lo sepa, mido 1,60 y peso 187 kilos así que pueden imaginar la
cantidad de tiempo que invierto en conseguir encajar en el grupo pero sobre todo el tiempo
en poder quitarme la silla infantil de mis sobresalientes cuartos traseros. No
obstante siempre hay algún despistado que no conoce mi legendaria condición de
revientabodas y siguen invitándome. Cuando eso sucede lo primero que me planteo es cuanto
hay que meter. Me refiero al maldito sobre que das a los novios cual tradición
siciliana entre la primera extorsión y el inevitable asesinato. Mi truco es simple, cojo un sobre
pequeño, lo lleno de recortes de papel, le pongo un nombre al azar y lo
entrego rápidamente al novio. Cuando, por la noche, lo abren y encuentran todo
esos recortes de papel, maldicen el nombre que hay escrito en el sobre. Que resulta que no es mi nombre.
¿Es útil una boda? Por supuesto
que es útil. Para cualquiera menos para los novios. Emborracharse sin tener que
pedir perdón, intentar retozar con una prima lejana o fumar grandes puros, eso
es vida. En cambio los novios... ¿puede haber peor desgracia para
alguien que unirse el resto de su vida a otro alguien? El matrimonio es como
una cita que va mal solo que dura mas de una noche. Lo bueno de
ser solo el invitado es que cuando comienza la resaca acaba el estar unido a
esa dama de honor con peluca y bigote para siempre.
La última persona me invitó a una
boda fue ese vecino del tercero que todos tenemos y que evitamos en el ascensor. Y han de saber ustedes que pese a todo lo que
acabo de decir sobre las bodas y a pesar de no conocer ni su nombre (y eso que está apuntado en los buzones), acepté rápidamente. El motivo es que mi vecino sin nombre tiene treinta
años y siempre va bien peinado y bien vestido lo cual no dejaba de ser termómetro de que las amigas del novia y la novia serían también treinteañeras
de buen ver. ¿Que importa que tuviesen nombre o no? Fornicar con desconocidas debería ser deporte olímpico.
Mientras
llenaba el sobre de trozos de papel de periódico recordé que no tenía un traje
en condiciones por no decir que no tenía traje aunque también recordé que tengo
un primo de proporciones parecidas a las mías. Por desgracia mi primo había
adelgazado veinte quilos y había encargado a un sastre que le arreglase todos los
trajes y a fe mía que se los arregló todos porque aparecí en la boda cual globo
de agua a punto de reventar. Tengo tan poca vergüenza como poco dinero pero siempre he preferido
ahorrar lo segundo.
Vestido (apretado) de esta guisa,
me planté en la iglesia a la espera de
cazar cuanta dama de honor beoda se cruzase en mi camino. Y ahora es cuando viene el momento
de la moraleja. Ahí va: cuando vayan a una boda, si su única intención es la
de conocer gente para emular a cualquier deportista sexual, asegúrense antes
del tipo de boda a la que van a acudir. ¿Cuándo permitieron a los gays casarse
y porque nadie me avisó? Las amigas de los novios eran en realidad amigos de
los novios y los amigos de los novios eran en realidad lesbianas sin peluca pero con
bigote. ¿Dónde está la moraleja? Pregunten antes de decir “si”, sobre todo si
en los lavabos de un restaurante (donde se celebra una boda) alguien les pregunta si quieren pasarlo bien.