En esta vida no son demasiados los motivos que arrastren a un hombre heterosexual hasta una cocina. Y aun menos a a prender a cocinar. Si un hombre sin ánimo de pasar a la posteridad se apunta a un curso de cocina lo hará simplemente para estar rodeado del tipo de mujeres que se apuntan a los cursos de cocina
o bien porque quieren estar rodeados de hombres que se creen mujeres que se
apuntan a los cursos de cocina. Solo falta un pony y una cabra que
se apunten a cursos de cocina y ya tenemos todo el catálogo de gustos sexuales cubiertos. Porque desengáñense queridos amigos y amigas, solo hay un
motivo para apuntarse a un curso de cocina: meterse algo caliente en la boca. Y no me refiero a lo que se
cocina. Sobre todo si el curso al que me apunté yo se denominaba "cocina
para solteros". Toda una invitación al amor libre. O al menos así yo lo
interpreté cuando me inscribía en el convencimiento de que a un curso de cocina para solteros acude gente soltera. ¿Y que hace la gente soltera? Pues fornicar unos con otros. Esto es así y todo el mundo lo sabe. O deberían saberlo.
El curso sucedía dos días a la semana,
dos horas seguidas durante tres semanas. Para aquellos a los que se les resiste el manejo de la calculadora les iluminaré diciendo que eso significaba
doce horas rodeado de mujeres solteras. ¿Acaso no es eso el nirvana de todo hombre de
irregular suerte con el sexo opuesto? El curso se organiza en torno a una mesa
donde los pretendiente... quiero decir... los asistentes preparan los
ingredientes acorde a las explicaciones del sargento instructor que era una
encantadora y pequeña mujer con todo el carácter de una rabiosa y grande, como
una reducción de concentrado de carne. Lo mejor era atender a lo que decía y
rogar porque no te cayese una bronca o te clavase un cuchillo en el muslo. Para
aprender hay que sufrir, cortarte en los dedos, quemarte con el aceite o lavar platos y más platos. Aquello era como un campamento de instrucción con sus barracones de madera y sus literas de oxidado hierro.
Una vez preparados los
ingredientes, el sargento instructor los cocinaba con la ayuda de quien
conociese el funcionamiento de un horno o de una vitroceramica sin acabar con
quemaduras de tercer grado. Los procesos que discurren de lo crudo a lo procesado
y finalmente cocinado duraban alrededor de hora y media con lo que la última
media hora nos sentábamos todos alrededor de la mesa para probar las
delicatessen que habíamos preparado. Y es ahí donde comenzaba la parte más
interesante del curso, o al menos la única parte que me interesaba a mi: la media hora del ligoteo. El problema en estos sitios
es el de siempre. Los chicos se sientan con los chicos y las chicas con las
chicas. Y por mucho que tomes asiento junto a una chica, la chica habla con
otra chica o con la profesora antes de dignarse en dirigirte la palabra a ti,
ese pobre hombre que viste un nada digno delantal de cocina de su abuela. Porque esa es otra ¿para cuando un delantal de cocina de cuero tejano con remaches y franela a cuadros? Los delantales de cocina se diseñan exclusivamente para mujeres o para borrachos en una despedida de soltero. Y de esta guisa, con el delantal y comiendo arroz con carne en un plato de plástico, intentábamos ligar con ellas. Pero resulta que tampoco. Porque que ellas si que han venido a aprender a cocinar, no como tú. Así
pues, yo tomaba asiento entre dos hombres de dudosa sexualidad, los tres con
cortes en las manos por la gracia y obra de nuestra ineptitud a la hora de
cortar cebolla y bebíamos vino o cerveza mientras cenábamos lo que
acabamos de cocinar, lo cual, para haberlo hecho nosotros, no estaba
especialmente mal. Pero ni aunque hubiesen servido billetes de quinientos
euros en salsa allemande me habría sentido mejor.
Yo me había apuntado a ese curso para fornicar, no para comer. Comer lo puedo hacer solo y en mi casa. O solo y en un bar. O solo y en comedor social.
Yo me había apuntado a ese curso para fornicar, no para comer. Comer lo puedo hacer solo y en mi casa. O solo y en un bar. O solo y en comedor social.
Pero nunca sucedió el milagro de los peces y el amor horizontal, y esto me
lleva a una (espero que) interesante reflexión sobre la utilidad de las cosas.
Un cuchillo jamonero sirve para cortar jamón a excepción de momentos puntuales
que sirve para acabar con esa molesta cháchara de tu suegra. De la misma manera un curso de
cocina sirve para cocinar a excepción de momentos en los que puedes entablar
eso que llaman “relación casual” que acaba con dos personas desnudas rellenando
un pollo de corral a media noche entre risas y copas de chardonnay blanco. Si
quieren ustedes aprender a cocinar, apúntense a un curso de cocina o observen atentamente como cocina esa abuela a quien robaron el delantal. Si quieren ustedes conocer las mieles del amor
horizontal acudan a bares de carretera con neones. Ese es mi consejo de hoy.