De todas las prácticas que ha inventado el ser humano para
diferenciarse de los mapaches o de las perchas de armario, puede que la
práctica del camping sea la más grotesca de todas. Si la analizamos no hay nada
mínimamente sostenible (inteligente) en coger tu coche, llenarlo de baratijas
compradas en el Decathlon y desplazarse hasta un trozo de tierra para vivir
como nuestros antepasados junto a otros lerdos, convencidos de que el camping “La
Ballena Alegre” es un resort de cinco estrellas. Vámonos de vacaciones pero…
¿para qué ir a un cómodo hotel con aire acondicionado y minibar? Vayamos a una
tienda de plástico clavada en el suelo con mosquitos, barro y los lavabos a
tomar por el culo de lejos. Vamos a pasar calor, no poder dormir por los
ronquidos del vecino o la borrachera de los ingleses de la tienda de al lado, vamos
a ducharnos en duchas comunitarias cuyos azulejos hace cincuenta años que ven
los mismos culos blancos, vamos a lavar los platos en un barreño como hacían nuestras
abuelas y vamos a socializar con personas cuyo gusto vistiendo está mas allá de
lo razonable. Y encima vamos a pagar por ello. Porque esa es otra. ¿Se han dado
cuenta ustedes de cómo viste la gente en un camping? ¿Ves a ese tipo con pantalones
cortos de los años ochenta, camiseta rota y una gorra con publicidad? Es
consejero delegado de un importante banco. ¿Ves a ese otro en calzoncillos frente
a una barbacoa mientras el sudor es su segunda piel? Es un importante abogado. ¿Ves
a esa mujer de mediana edad a la que deberían prohibirle por ley mostrarse en
bikini? Es la decana de la facultad de filosofía. El camping es a la moda lo
que Belén Esteban a la física cuántica.
Un ardiente defensor del camping me argumentó que, por
ejemplo, puede levantarse a dos de la mañana para coger sus aparejos e ir a
pescar a la playa cercana bajo un cielo lleno de estrellas. ¿Y eso es una
ventaja? Si estás en un hotel de cinco estrellas en Las Vegas puedes
despertarte a cualquier hora de la noche e ir a pescar a una prostituta bajo
las luces de neón. Eso sí que es una ventaja. Teóricamente el camping otorga la
libertad de no tener que coger un ascensor para bajar a la calle, lo que
olvidan es todo cuanto rodea a ese ascensor: el aire acondicionado, los gin
tonics en el bar del hotel, el servicio de habitaciones o las toallas limpias. Algunos
seres humanos creen que han de trabajar todo el año para luego perder toda su
dignidad e ir a dormir a un trozo de bosque junto a otros humanos que también hace
años que perdieron su dignidad. Y lo peor es que defienden esta locura con uñas
y dientes. Un fumador no puede dejar de fumar pero sabe que es dañino e incluso
recomienda a sus hijos que no lo hagan. Un tipo que conduzca un coche a
doscientos por hora sabe que ese placer breve puede llevarle a la muerte. Pero
los campistas no, esos saben que son muertos en vida y continúan defendiendo
que no hay nada mejor que vestirse como un pordiosero, comer en platos de
plástico y dormir en el suelo.
¿Y qué me dicen de las autocaravanas? Hay unos espacios en
los campings donde se plantan grandes autocaravanas que nunca más se moverán de
ahí (incluso a algunas les han extirpado las ruedas). Si quieres lujo barato
vete a Marina D’Or, que al menos allí la cerveza está fresca. Hay personas que
se empeñan en asegurar que un trozo de contrachapado y muebles de plástico son
mejores que una villa en la toscana. Lo que más me fascina de los autocaravanas
es este trozo de plástico con una nevera de segunda mano y un fogón de la
guerra civil a la que, todo digno, se empeñan en llamar “despensa” o “cocina”.
Es como si a los becarios de Intereconomia le llamásemos periodistas o a
Mariano Rajoy le llamásemos inteligente. El calor que se cuece en el interior
de las autocaravanas reblandece el cerebro del campista y le hace creer que
vive en un mundo de ilusión y top models de revista. Por cierto ¿Por qué las
llaman autocaravanas si nunca hay un automóvil enganchado a ellas? ¿O por que
las llaman casas móviles cuando agonizan durante años en la misma parcela del
camping?
Tampoco voy a perder demasiado tiempo en analizar eso que se
llama “bungalow” y no deja de ser una cabaña prefabricada que te cobran a
precio de suite presidencial. Estoy convencido que ir a un bungalow solo sirve
para poder reírte de los que no duermen en bungalows.
¿Y los niños correteando a todas horas como si hubiesen repartido drogas gratis? ¿Y la gente gritando
de tienda a tienda como si se les hubiesen estropeado los audífonos? ¿Y esas
interminables partidas de cartas a la luz de un camping gas donde solo nos
falta un cartel que diga “mosquitos a mi”? ¿Y ese supermercado tercermundista
donde solo venden papel higiénico, anchoas en lata y helados? Por no hablar de
la piscina diminuta que solo abre cuando el vigilante (un escuálido adolescente)
se acuerda de donde ha dejado las llaves. ¿Y que me dicen de esa discoteca que es una tarima en el bar donde un señor viejuno pone discos de Rafaella Carra mientras luces de colores parpadean junto a la máquina de tábaco? ¿Y ese doctor de camping que parece un estudiante de cocina que no recuerda donde dejó la mercromina? ¿Y ese cartel que dice "Playa a 100 metros" y después tienes que cruzar caminando dos provincias para llegar al mar?
Si quieren ustedes convertir sus vidas en un ridículo
ejercicio: adelante. Pero dejen de vendernos que el camping es maravilloso. El
camping solo es maravilloso cuando media docena de suecas con escaso apego a
vestir, plantan su tienda junto a la tuya. Y aun y así, el camping sigue siendo
una mierda.