La mayoría de las veces aquello que prevemos solo sucede en nuestra imaginación. La vida tiene demasiadas variables imposibles de controlar, por eso cuando aquella mañana entré a un bar cerca de lugar donde estoy haciendo la rehabilitación nunca podía prever como iba a acabar la cosa. A veces es divertido no saber como ni donde acabaras, pero solo "a veces". Eran las nueve de la mañana y había finalizado la sesión de rehabilitación por lo que me encaminé entre dolorido y cabreado (el dolor me cabrea, que diablos) hacia un bar cercano donde suelo desayunar un bocadillo de tortilla de patatas y una caña de cerveza mientras leo la prensa. Mejor dicho, miro las fotos de los periódicos deportivos. En total 3,20 euros de felicidad matutina en un pequeño bar. Aquella mañana sucedió algo diferente en forma de mujer que se sentó a mi lado en la barra del bar. Yo aun no había pedido. Y de haber pedido habría pedido una mas joven y cuyo pelo no pareciese un estropajo abandonado en el desierto. La mujer me sonrió tímidamente. Tenía mas de 50 años y no demasiado agraciada físicamente. Pero era una mujer, me sonreía y estábamos en un bar. La felicidad parecía tener otras caras además de la de un bocadillo de patatas.
-Tomemos asiento en una mesa -dijo cogiéndome del brazo y mostrando una iniciativa que a mi siempre me ha gustado en las féminas- ¿Que desayunas?
-Lo mismo que tu -dije yo.
Han de saber ustedes que una manera de conseguir llamar la atención de cualquier mujer (que no de una “cualquiera”) es facilitarle las cosas. Nunca dar mas información de la necesaria ni tampoco oponerse a todo. Las frases “Lo que tu quieras”, “lo mismo que tu” o “no es lo que parece” han hecho mas por el matrimonio que miles de libros de auto-ayuda.
Entonces sucedió que ella pidió dos mojitos y una docena de magdalenas.
-¿Mojitos para desayunar? -pregunté yo.
-Las magdalenas hacen de esponja, no seas dramático.
Al poco rato el camarero volvió con los mojitos y las magdalenas. Ella se bebió el suyo, el mio y se comió todas las magdalenas antes de que pudiese yo pestañear o preguntar como se llamaba.
-Pedimos otros dos ¿no? -dijo ella poniendo los dedos en su boca y dejando escapar un silbido que rompió el silencio del local y provocó rotura de tímpanos en el 50% de personas y animales de compañía que había en doscientos metros a la redonda.
En la sexta ronda de mojitos pedí además un café. Acerté al imaginar que era lo único que no me robaría. Todavía no había acercado yo mi boca ni a la mujer ni a los mojitos aunque a medida que avanzaba la mañana comenzaba a darme cuenta de que ninguna de las dos cosas iban a suceder. La felicidad comenzaba a desvanecerse en el aire domo si nunca hubiese existido en realidad.
-¿No crees que es una vergüenza que no dejen fumar en los bares? -preguntó ella arrastrando vocales y consonantes.
Imagino que si ella hubiese encendido un cigarrillo habría comenzado a arder y no se habría apagado hasta dos semanas después. ¿Una vergüenza? En su caso era una bendición.
-Una vergüenza si -dije yo sin ganas de discutir y con un agujero en el estómago del tamaño de una lavadora de carga industrial.
-¿Que hacemos? ¿Cambiamos de local?
La miré dos veces aunque hubiese necesitado media docena de veces para decidirme. No era guapa, tampoco inteligente pero era una mujer, que diablos. Ya saben, dos pechos, dos piernas, dos nalgas... en su caso acababa de darme cuenta de que también solo dos dientes. Quizás debía encontrar la manera de que ella no se bebiese todo y apuntarme a aquel frenesí alcohólico. Todo el mundo es mas interesante cuando estás borracho. Todos menos tú.
-De acuerdo -dije yo.
-Entonces paga y vayámonos.
-¿Tengo que pagar yo?
-Tienes que invitar, soy una dama.
La factura ascendía a mas de cuarenta euros o lo que es lo mismo, el doble de mi presupuesto anual para ropa. Ni loco iba a pagar yo aquello. Le enseñé la factura e insistí en que debíamos abonar aquella locura alcohólica a medias. Ella continuó negándose argumentando que era una dama y que había dado por sentado que era yo quien invitaba. Ni tan solo haciéndola ver que se había bebido y comido ella sola todo aquel dinero (menos un café) quiso entrar en razón así que no me quedó mas remedio que utilizar toda mi inteligencia para solventar aquel problema. Es decir, salí corriendo como alma que lleva el diablo con el convencimiento de que nunca me alcanzaría.
Esa fue la primera y también la última vez que vi a “Lady Mojito”. Si quieren un consejo, emborrachar a una mujer es la mejor arma de seducción de la que dispone un hombre. Sobretodo un hombre tan poco interesante como yo. Pero desconfíen cuando es la mujer quien comienza a emborracharse ella misma. Una ley no escrita no el decálogo de la seducción dice que el hombre siempre debe pagar para que la mujer se sienta segura y honrada. Puede que eso sea cierto. Pero yo solo pago si bebo o fornico y estaba claro que con aquella mujer las dos cosas hubiesen tenido resultados desastrosos.
La próxima vez que tengan una cita cuenten los mojitos que bebe su acompañante y después cuenten los dientes que tiene. En cuanto el número de mojitos sea mayor que el de dientes... salgan corriendo (como hice yo).
Este texto está dedicado a todas aquellas mujeres que creen que las 4 de la tarde es un buen momento para comenzar a beber mojitos. Brindo por ellas y por su férrea determinación de no llegar sobrias a la hora de la cena.